DE SUREÑAS Y “PLAYERAS” CUMBRES

Estando  de vacaciones en enero en Pucón, con mi pequeño hijo Matías, no resistí la tentación de arrancarme al Villarrica y al Llaima; emblemáticos monumentos naturales que se convertirían, a la postre, en mis primeras cumbres sureñas.

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Villarrica

 

El Villarrica fue una bofetada adrenalínica, plagada de jóvenes turistas que arribaban en sendas camionetas al ritmo de “Caliente” , el hit del verano. La onda absolutamente contagiosa, pero chocante, me traía a la mente la playa…Reñaca tal vez….donde únicamente la ropa de abrigo reemplazaba los bikinis en las chicas, y el blanco albo del cono nevado del volcán, al azul intenso del mar infinito de la costa central de Chile. Sentí que, en cualquier momento, aparecería algún “Team – Verano” repartiendo gorros y guantes a la prendida concurrencia, en traje de baño y botas plásticas. Surrealista total.

Sentí, también, una angustia distinta al visualizar el precioso cerro, otrora centro de ancestrales ceremonias mapuches, convertido ahora en un sendo montículo prostituido por la abrumadora cultura occidental, de la cual yo misma formaba parte. Asimismo, me invadió  un estremecimiento, al presenciar cómo guías repartían piolets a diestra y siniestra a personas que jamás habían visto uno, dándoles breves “tips” sobre cómo utilizarlos en caso de caída, con la aledaña recomendación de “no emplear la dragonera”, por la “consecuente e inútil pérdida de tiempo” en recambio de muñeca al progresar en zig –zag por la ladera del cerro. Cuántas muertes se habían producido ya en ese lugar y se seguirían produciendo por tamaña irresponsabilidad.

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Pero el bello cerro estaba a mis pies y había que subirlo. La nieve perfecta; el día perfecto. Tras dos horas progresando desde las telesillas, esa mañana celeste de 11 de enero de 2013, el cráter se desplegó, generoso y benévolo, para recibir a jóvenes de todas las nacionalidades, colores y credos.

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Hacia el Este el Lanín; hacia el Norte, una explanada de celeste y verde, salpicada de casitas y bosques milenarios.

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¿Qué me dejó? Además de la satisfacción de siempre y de la anecdotaria presencia de un  exhibicionista que, alentado por su grupo, decidió mostrarse “al mundo entero” en completa desnudez desde la cima (y no es chiste), pues, el haber conocido a Juan, un joven puconino que se iniciaba en el camino de las montañas y quien se transformaría en el partner perfecto para mi siguiente cometido: el LLaima.

 

Llaima

 

El Llaima, en cambio, fue cerro – cerro. De esos de cordada; solitarios y exigidos.

El 16 de enero de 2013, por la tarde, partimos con mi nuevo “amigui”, Juan, y su simpática polola, Angie, rumbo al Centro de Ski Las Araucarias, por el camino “Interlagos”, para evitar la zona de “conflicto mapuche” y salir, literalmente, trasquilados antes de llegar al volcán y sin siquiera machitún de por medio. Aunque la travesía nos tomó 4 horas, por el solo trayecto ya valía la pena el intento.

Así, dejando atrás verdes explanadas, bosques protegidos, rebaños de ovejas, magnas haciendas o, simplemente, desórdenes silvestres bañados por la luz rojiza de un despejado atardecer (imágenes que embriagaban vista y espíritu), llegamos a las 23 horas al referido Centro de Ski. ¡Suerte! Por 5 lucas accedimos a alojamiento en literas y viva conversa con lugareño de historias a cargo del refugio.

Tras un excelente dormir, a las 5:00 AM emprendimos la caminata, que progresó por suaves laderas de nieve cramponeable y cuya pendiente se fue acentuando paulatinamente, a medida que nos acercábamos al “filo” de la “ruta normal”. Desde allí el volcán demandó más power; en especial, desde el punto en que, en ese día, terminaba la nieve (unos 300 metros de desnivel antecumbre). Un acarreo a prueba de montañistas tolerantes–sin-posibilidad–de- retornar–en-el-corto-plazo, se constituía en la prueba final para la voluntad potencialmente doblegable…pero que no cedió.

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Así las cosas, poco antes de las 11:00 AM pisábamos la anhelada, irregular, roja, caliente y humeante circunvalación del cráter cumbrero. Festejamos brevemente con la inevitable sensación de estar situados, a lo duende, en la tapa de una gran olla a presión a punto de explotar y de lanzar su contenido de verduras cocidas por las tierras circundantes, plantando una zanahoria justo en el cráter del Lonquimay. ¡No fuera a ser que nos arrastrase un rábano.

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Muy rápido descenso y el sueño del pibe: ¡una ducha fría y estimulante!, apenas llegando al refugio. Las despedidas de rigor y a regresar a Pucón nuevamente, por el camino de sube y baja flanqueado por cercos de trazos irregulares, no sin antes reenergizarse con una suculenta comida en el pueblito de Cunco.

En mi mente, mi cordada chica: Matías Atalah que esperaba, ansioso, a su escurridiza madre, en el hogareño “CB”, por allá en las inmediaciones del Caburgua.

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Por Beatriz Delgado Fonfach

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