Licancabur, El Cerro del Pueblo (5.916 m.)

por Beatriz Delgado Fonfach

 

A las 20:00 hrs. del jueves 26 de abril de 2012 el vuelo 158 de LAN Chile tocaba la loza del Aeropuerto El Loa en Calama, y marcaba, después de nueve años, mi retorno al que fuera mi primer cerro: el altivo Licancabur.

Bastó el contacto con el aire desértico y con las estrellas que se descolgaban a tocarme, para que el corazón entrara en sintonía con su zona favorita de Chile. La energía renace. Afloran las ansias de montaña y cumbre.

El querido San Pedro de Atacama  me recibe en noche cosmopolita, mientras que al día siguiente, hacen su aporte en aclimatación las Lagunas Altiplánicas Miscanti y Meñiques, el gran Salar y el impertérrito Toconao con su torre emblemática.

 

Un detalle imprevisto: el Licancabur y toda la sierra circundante se presentan, como nunca en esta época, nevados de punta a cabo. Ups.

¡Bendita globalización! que deja a San Pepa de tierra y adobe, pero con restaurantes de comida internacional y tiendas outdoors. Parto a Rockford y me  aprovisiono con una capa extra de ropa y, lo insólito, ¡consigo crampones!: a mis Boreal les sustentaban  ahora unos black diamond automáticos que, haría cosa de días, coronaron cumbres en Cordillera Blanca de los pies de Armando Moraga. Gran aliciente.

Último reporte del tiempo desde Santiago por César Rebolledo, una deliciosa cena de autodespedida en El Adobe (todas mis posibles cordadas “me fallaron” esta vez),  y a dormir mientras la noche se va en viento…(bueno, la noche, las ramas de los pimientos, los carteles, las bufandas..…).

A primera hora del sábado 28 de abril en un bus dispuesto por Colque Tours, donde predomina el habla inglesa y el ofertón  de cambio de monedas por una bolivianita autóctona, al son de radio Caaaaarnaval de Calama, cruzo la frontera chileno boliviana y enfilo al Parque Nacional Eduardo Abaroa.

Doña Fermina de Quetema en bajo, de palabreo cantado y cinco capas de falda, me recibió como dueña de casa en el Refugio, situado a 4.400 m, donde pasé dos noches de aclimatación, entre flamencos, zorros y gaviotas altiplánicas, de hogar en lo turquesa y blanco de las dos lagunas emblemáticas del lugar. Militares de frontera, mercaderes altiplánicos con la historia en el rostro y turistas de paso, fueron  mis contrapartes humanas.

A la pesadez  de la altura, la soledad del desierto y el frío provocado por el viento en ráfagas de 60 kms. por hora, se sumó, por vez primera, el sentimiento de lejanía…de lejanía de mi hijo de 11 meses a 1.600 kms de distancia en lo sur. Inevitable entonces es el llanto y la duda que luego es bloqueada, empero, por la disciplina mental y la lectura nocturna: “La Senda de la Gloria” de Jeffrey  Archer. Y, entonces, George Mallory ya no se separa de mí. Me acompaña en el ascenso; en los pasos del Cóndor.

A las 3 AM del lunes 30, Rubén, mi acompañante boliviano (impuesto por el Parque) e hijo de doña Fermina, y yo, nos damos cita en el comedor del Refugio para un desayuno levantamuertos: causeo de papa, quínoa y carne de llama, ¡eso sí es seguir el camino del Inca! Una hora después, la Chevrolet Luv roja ruge en la obscuridad, rugido que al poco andar se apagó en aullido: motor caliente; el agua congelada en el radiador. Superado el impase, queda el gran susto atrás junto con varias huellas de tierra en la sucesión del camino a la base del cerro, tragadas por la noche, que sólo el ojo experto distingue en medio de la nada.

Las 5:00 AM y las ansias acaban. Inhalación profunda; primer paso. El silencio del desierto se rompe con el golpeteo de los bastones en las piedras, que marcan ruta a  15°s bajo cero. Todo es lento y pausado, al ritmo del amanecer desértico; ese que cala los huesos en frío y hermosura, una que hipnotiza el ojo y el alma.

Con la luz se aceleran los pies y la mente; no así mi acompañante que se va quedando en el limbo. Pasan las horas, gano altura y en la ruta se me aparecen los rostros, el cansancio y las risas de aquéllos con quienes subí la primera vez: grupo numeroso y diverso liderado por Pablo Gutiérrez. Pero se van. Ahora somos sólo el cerro y yo.

La corona en la mira; tan lejos, tan cerca. Besando los 6.000 metros, más de seis horas en batalla ya, pero espero a Rubén. A la cima los dos o ninguno.

El cráter del legendario y místico «Cerro del Pueblo» se abrió en un sorprendente blanco, esta vez. Los últimos trescientos metros de desnivel se presentaron en hielo cramponeable, para dar paso a una cumbre de nieve inigualable, despuntada sobre el contrastante desierto árido y terroso. Un cerro perfecto, en un día perfecto.  Lágrimas a raudales, por mil y un motivos,  en la laguna congelada.

Mallory hubiese estado orgulloso.

A mi amado hijo,  Matías Ignacio Atalah Delgado, quien me llevó hasta la cumbre.

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